2 abr 2013

Ana Bolena (Parte 2)

El malogrado romance con Henry Percy
A su regreso a Inglaterra, Ana Bolena se había convertido en una muchacha sumamente atractiva. Tenía habilidades para la danza y el canto. Ella era una compañía agradable. Ana Bolena ejercía una especie de fascinación sexual sobre la mayoría de los hombres que la conocían; ya fuera que suscitara deseo u hostilidad, la fascinación siempre estaba presente. Ana siempre se vio rodeada de pretendientes. 

Henry Percy

Henry Percy era el heredero de grandes propiedades y de un nombre antiguo: su padre era el magnate del norte conocido como Henry el Magnífico, quinto conde de Northumberland. Cuando el joven tenía alrededor de catorce años, se había hablado de su compromiso con lady Mary Talbot, la hija del conde de Shrewsbury, pero, al parecer, se habían abandonado esas negociaciones. Como solía ser costumbre con los jóvenes lores, en esos momentos se estaba educando en el sur, en casa del cardenal Wolsey. Lord Percy tendría por entonces veinte años. 

Su peligrosa aventura amorosa con Ana Bolena tuvo lugar en el escenario de la casa de la reina, donde encontró a la "damisela joven y lozana" en servicio. El peligro en ese punto era el hecho de que lord Percy era uno de los partidos más atractivos de Inglaterra, del que se podía esperar que hiciera una pareja muy provechosa, mientras que Ana Bolena no era ninguna heredera. 

Según Cavendish, Percy empezó a ir a la cámara de la reina "para su recreación" y terminó profundamente enamorado  de Ana, un afecto al que ella correspondía. "Creció tal amor secreto entre ellos que al fin estuvieron asegurados juntos" (es decir, quedaron ligados por una promesa de matrimonio o un precontrato). 



Escena de la película "Anne of the Thousands Days"

Lord Percy defendió con valentía su elección, mencionando el "noble parentesco" y la ascendencia real de Ana, a la vez que insistía en que era libre de hacer sus votos "donde mi fantasía me lo indica". Finalmente, mencionaba que "en este asunto he ido tan lejos ante muchos dignos testigos que no sé como refrenarme o descargar mi conciencia". No obstante, se envió a buscar a lord Northumberland. Tuvo lugar un cónclave secreto con el cardenal, al final del cual el cardenal pidió "una copa de vino". Lord Percy recibió un furioso sermón paterno, se rescato en 1522 el compromiso con lady Mary Talbot y, a comienzos de 1524, él se casó obedientemente con ella. 

Si bien Cavendish se equivocaba al atribuir el interés sensual del rey su oposición a la pareja (1522 es demasiado temprano para eso), parece probable que Enrique, y Wolsey, se opusiera porque era contrario al matrimonio Butler-Bolena que por entonces estaban auspiciando. 



¿Hasta dónde llegó en realidad el romance de Percy con Ana Bolena? Como se mencionó en el caso de Arturo y Catalina en cuanto al tema de los precontratos, la apropiada consumación sexual significaba que un precontrato, o un compromiso formal, adquiría la validez plena de un matrimonio. Por otra parte los besos apasionados, que llevaban a abrazos aún más apasionados, que conducían a lo que ahora se denomina juego previo y cesaban ahí, no equivalían a un matrimonio. En tal mundo, la virginidad técnica podía convertirse en una cuestión importante mucho después. 

Ana Bolena no se quedó embarazada de Henry Percy y, si se tienen en cuenta las posibilidades, no se consumó su relación. Pero tal vez avanzara mucho hacia la consumación y sin duda existió alguna clase de compromiso de matrimonio, ya que las promesas o los abrazos se produjeron primero. De modo que, sea cual sea la verdad de sus intimidades, la relación con Percy debe hacernos contemplar a Ana Bolena como a una joven considerablemente decidida para la época, así como de cierta útil reserva. 



El romance real con Enrique VIII



El amor del rey por Ana Bolena comenzó muy repentinamente, es probable que en la atmósfera jovial de Carnaval de 1526. Ésa era la naturaleza del hombre. Tenía treinta y cinco años —una edad peligrosa, cabe pensar— y hacía diecisiete que estaba en el trono, la mitad de su vida. Pero si bien de edad madura para la época, el rey seguía poseyendo un entusiasmo de muchacho y lo que, él al menos, consideraba un deseo de muchacho. Seguía siendo enérgico, apuesto, atlético antes que corpulento. Una miniatura de Enrique VIII pintada en esa época muestra cierta rotundez en sus rasgos, y sin duda el sombrero oculta la línea del cabello en retroceso. Sin embargo, cinco años después todavía el embajador veneciano lo describía como con "una cara como de ángel" (aunque su cabeza era ya "calva como la de Cesar"); "nunca se vio a un personaje más alto o de aspecto más noble", escribió otro observador. 



La violencia de la pasión de Enrique VIII por la camarera de su esposa queda patente en las cartas amorosas que le escribió a Ana, todas de su puño y letra. En realidad, la existencia de las cartas es en sí una prueba de pasión, ya que al rey le disgustaba mucho escribir y son pocas las manuscritas por él que han sobrevivido, con excepción de las breves notas a Wolsey. Pero la ausencia de Ana Bolena de la corte, de vez en cuando y por diversas razones, le resultaba intolerable y lo impulsaba a escribir. 



Hay diecisiete cartas en conjunto, ninguna de las cuales está fechada. Nueve están escritas en francés, probablemente como precaución, ya que pocos ingleses hablaban con fluidez ese idioma, que dominaban tanto Enrique como Ana. Las cartas del rey terminaron misteriosamente en la Biblioteca Vaticana de Roma mientras que las respuestas de Ana Bolena han desaparecido por completo. 



Carta de Enrique VIII y Ana Bolena
Carta de Enrique a Ana durante el brote de sudores en 1528
Carta de Enrique en respuesta a Ana
Otra carta de Enrique para Ana

Como presente de Año Nuevo, a comienzos de 1528, Ana Bolena le envió al rey un "bello diamante" en una "nave" en la que una "damisela solitaria" se "zarandeaba". La carta que lo acompañaba, escribió el rey, había sido "bella". En retribución, Enrique susurró los votos más ardientes para el año que se iniciaba: su lema sería Aut illic aut nullibi (o allí o en ninguna parte). Prometía "superarla" en su amor y fidelidad: "Asegurándoos que en adelante mi corazón estará dedicado a vos solamente, y deseando mucho que mi cuerpo lo esté también, porque Dios puede hacerlo si Él lo desea, al que oro una vez por día con ese propósito, esperando que al fin mis plegarias sean atendidas". 



La realidad era que Enrique VIII ya no se interesaba en una solución para la sucesión basada en el matrimonio de su hija y en la eventual sucesión de su hijo político (o nieto). El secreto de su relación con Ana Bolena pronto concluiría. Porque Ana Bolena, la "morena" caprichosa y fascinante, no sería otra Bessie Blount, mucho menos otra Mary Boleyn, a la que rápida y fácilmente se seducía para casarla luego de manera vulgar. Enrique planeaba un destino más solemne para Ana.


Apariencia

Ana Bolena no era una gran beldad. El embajador veneciano, que la describió en un momento en que toda Europa estaba ávidamente interesada en ese fenómeno de la corte inglesa, la consideró "no una de las mujeres más hermosas del mundo". Uno de sus capellanes favoritos dio la opinión de que Bessie Blount era más guapa: Ana Bolena era sólo moderadamente bonita. 

Por supuesto, debemos descartar la propaganda malintencionada: historias de un bocio que le desfiguraba el cuello y una grotesca variedad de lunares y verrugas. Aparte del rumor acerca del sexto dedo, que trataba de ocultar utilizando largas mangas. Tal monstruosidad difícilmente le hubiese granjeado el amor de un monarca (y de otros). Pero ni siquiera el retrato más hostil de Ana, impreso en 1585, del renegado católico Nicolas Sander, que presumiblemente nunca la vio ya que tenía nueve años cuando ella murió, en realidad contradice mucho los retratos y los juicios contemporáneos más objetivos. 

Parte de este tibio elogio pudo ser consecuencia de que su aspecto no coincidiera con el ideal del pelo rubio y los ojos celestes de la época. En teoría, a las morenas se las veía con sospecha y Ana Bolena era morena: "trigueña" según su admirador, el poeta sir Thomas Wyatt. Hubiese requerido muchísimo azafrán y azufre aclarar la tez aceitunada de Ana Bolena. Tenía algunos lunares, aunque no la afeaban sino que, por el contrario, destacaban su encanto. Su pelo, por espeso y brillante que fuera, era sumamente oscuro (se ha sugerido que le debía ese color a su abuela irlandesa). Y sus ojos eran tan oscuros que parecían casi negros. 

Los ojos negros eran brillantes y expresivos, realzados por esas "cejas oscuras, sedosas y bien marcadas" que elogiaba una obra italiana contemporánea sobre la belleza de las mujeres como "la dote de Venus".  El embajador veneciano, al referirse a sus ojos, decía que eran "negros y bellos". La boca que él describía como "ancha" (otra teórica desventaja en la época), Sander la consideraba bonita. En los retratos, con los labios levemente fruncidos, tal vez para contrarrestar su boca demasiado "ancha", tiene un aire a la vez remilgado y provocativo, lo que probablemente se aproxima a la verdad. 


Ana Bolena era "de estatura mediana" (por supuesto, mucho más alta que la reina Catalina). Parece haber sido muy delgada, o, al menos, de senos discretos: el embajador veneciano observó que su pecho no se "elevaba mucho". Pero un detalle mucho más importante de su aspecto, cuando Ana llegó a la corte, era su elegante cuello largo; eso, sumando a las maneras que había aprendido en Francia le daba una gracia especial, sobre todo cuando bailaba, que nadie negaba. William Forrest, por ejemplo, un autor interesado en elogiar a la reina Catalina, daba testimonio de la habilidad "excelente"de Ana en la danza y también de su bonita voz al cantar. 

Era "muy ingeniosa", escribió Cavendish en su Life of Wolsey, otra fuente sin prejuicios en favor de Ana Bolena. El juicio, que iba más allá de la mera inteligencia, tenía connotaciones de espíritu e intrepidez; en otras palabras, Ana era una compañía agradable. Como mucha gente vivaz, podía mostrar cierta impaciencia: en ocasiones demostraba mal genio y una lengua afilada. Sus enemigos decían que ella solía ser rencorosa, extravagante, malhumorada y arrogante. Catalina de Aragon se refirió a ella como "el escándalo de la cristiandad"


El proceso de anulación
En mayo de 1527, Enrique VIII quería el divorcio de su reina. Si bien en general se emplea la palabra divorcio lo que en realidad buscaba el rey no era un divorcio en sentido moderno del término, en que se reconoce que un matrimonio ha tenido lugar antes de su disolución. Deseaba una declaración de que su matrimonio con Catalina era inválido (en términos actuales, Enrique pretendía una anulación). Eso no implicaría no sólo que Enrique no estaba casado en 1527, sino que nunca había estado casado desde 1509. Según ello, por lo tanto, el estado de Catalina era una vez más el de la viuda de su hermano Arturo —la princesa viuda de Gales— como debió haber sido siempre. 

La boda de Catalina de Aragón con Arturo

En este punto debemos tener en cuenta que el divorcio no era entonces en modo alguno una perspectiva tan impensable, ni un suceso extraordinario como se supone a veces. En la propia familia de Enrique VIII, sus dos hermanas estaban envueltas en arreglos matrimoniales un tanto oscuros. Los reyes también obtenían el divorcio. Todavía muy reciente en la memoria estaba el hecho de que Luis XII se había librado de su primera esposa, Juana de Francia, para casarse con Ana de Bretaña y anexionar las tierras de la heredera a las propias. 


Carlos V

Las consecuencias dramáticas del divorcio de Enrique VIII de Catalina de Aragón —su relación con la Reforma Protestante Inglesa— han tendido a enmascarar el hecho de que tal divorcio bien habría podido realizarse de manera comparativa indolora si ciertas circunstancias hubiesen sido diferentes. Una de esas circunstancias fue sin duda la dominación que ejercía sobre el papado el sobrino de Catalina, Carlos V. Pero otra fue la coincidencia de dos mujeres de un carácter inesperadamente de hierro en escena: Ana Bolena y Catalina de Aragón. 

No es seguro el momento exacto en que el rey empezó a tener los escrúpulos de conciencia respecto de su matrimonio con Catalina que le hicieron cuestionar su validez. 


Catalina de Aragón

Una versión sugiere que el rey Enrique empezó a preocuparse por algunas observaciones de su confesor, John Longland, obispo de Lincoln. Es dificil creer que un sacerdote tan íntimamente relacionado con el rey haya planteado de pronto el tema. Nicholas Harpsfield, que escribió durante el reinado de la hija de Catalina, afirma haberse enterado por el capellán de Longland que fue el rey el que abordó a Longland "nunca cesaba de instarlo", y no a la inversa. No obstante, de acuerdo con esta versión, en algún momento previo a mayo de 1527, el rey tuvo la inspiración de consultar el texto del Levítico (20:21). Leyó un versículo que afirmaba explícitamente que lo que había hecho al casarse con Catalina iba en contra de la ley de Dios: "Si uno toma por esposa a la mujer de su hermano, es cosa impura, pues descubre la desnudez de su hermano". Y luego, el castigo de Dios por violar la ley se expresa de manera explícita: "Quedarán sin hijos"



Pero el rey Enrique era un teólogo aficionado con conocimientos superiores como para escribir el estudio sobre los sacramentos por el cual le otorgó el Papa el título de Fidei Defensor en 1521. 

Supongamos que el comienzo de todo fue así: que la insatisfacción del rey por su condición de monarca sin hijo varón, se había atenuado al punto de la aceptación con los años, volvió a encenderse en vista de su pasión por la joven (y presumiblemente núbil) Ana Bolena. 


Parte 1


Bibliografia
Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.

No hay comentarios:

Publicar un comentario