3 abr 2013

Ana Bolena (Parte 3)

El Levítico
Si enamorarse fue el primer paso, el segundo paso del rey fue su recurso al Levítico. La importancia del Levítico consistió en que coincidía, de manera inmediata y absoluta, con su resentimiento en cuanto a su matrimonio con Catalina, nuevamente reavivado por su relación con Ana. Dios lo había castigado sin darle lo que deseaba —un hijo varón— de modo que él, Enrique, debía de haber pecado de alguna manera. Si en el futuro reparaba el daño, Dios rescindiría la dura decisión y recompensaría a su siervo (nuevamente fiel). Los dictados de conciencia y los deseos del rey se unían así felizmente.


Esta coincidencia tan convenientemente no significaba que el rey fuera insincero. Por el contrario, Enrique VIII creyó realmente, de 1527 en adelante, que había errado a los ojos de Dios al casarse con Catalina. Esto no significa que el rey fuera literalmente sincero en cada declaración relativa al tema. Como veremos, algunas de sus afirmaciones huelen a hipocresía, como cuando declaró que de buen grado se volvería a casar con Catalina, si la unión de ambos no resultaba pecaminosa, después de todo. Pero para el rey Enrique, tal declaración, maniobras diplomáticas aparte, no era hipócrita. Estaba muy convencido de que la unión no resultaría libre de pecado. Como diría luego el cardenal Campeggio: "Un ángel que descendiera del cielo no podría persuadirlo de lo contrario".


Lamentablemente, la reina Catalina estuvo del principio al fin convencida de que había estado casada legalmente con el rey Enrique. Su matrimonio con el príncipe Arturo no se había consumado; había sido la esposa virgen de Enrique VIII. En todos los discursos de papas, abogados eclesiásticos, hombres de la Iglesia , nobles, políticos de Londres, España, París, Brujas, Bruselas y Roma se plantearían todos los argumentos concebibles de la validez o la invalidez de ese matrimonio, algunos de gran sutileza, otros evidentemente oportunistas. 

El papel de Ana en el divorcio



Mucho se ha especulado con la negativa por parte de Ana de hacerle favores sexuales al rey y la consiguiente frustración de el, que lo llevó a tirar por la borda su matrimonio para lograr la consumación. Sin duda, ella no le permitió al rey que le hiciera el amor (plenamente) hasta varios años después de que él empezara a perseguirla. Como no hay ningún indicio de que el rey tuviera otra amante por entonces, no debe haberse sentido frustrado sexualmente por completo. Seguramente practicaba el coitus interruptus: cuya interrupción se producía en una etapa progresivamente posterior a medida que pasaban los años. 


Se diría que mucho después el rey lo achacaba todo a la brujería: había sido embrujado por Ana Bolena. Eso no era literalmente cierto: ella no era ninguna bruja, ni hizo hechizos ni preparó pociones con la ayuda del diablo para atraer el amor del rey. Pero Enrique estaba embrujado: no sólo por la juventud, la gracia y la vivacidad de Ana, sino por la promesa que ella ofrecía de un matrimonio fértil (con hijos varones que lo sucedieran a él, como los de Francisco I y Carlos V).



El papel personal de Ana Bolena en el asunto lo demuestra el hecho crucial de que el rey nunca hubiera contemplado el divorcio antes de enamorarse de ella. Una historia de que el rey Enrique quería el divorcio en el verano de 1514, por ejemplo, carece de fundamento, ya que la reina Catalina estaba embarazada por entonces. Hasta mediados de la segunda década del siglo XVI los intentos del rey de casar a la princesa María con un sucesor alternativo son igualmente incompatibles con un plan para divorciarse de la madre. Sin embargo, durante el año en que fue herido "por el dardo del amor" disparado por los ojos negros de Ana Bolena, el rey Enrique participó activamente en los esfuerzos por romper los lazos de su primer matrimonio. 



A pesar de la obstinación de la reina, en 1528 no parecía improbable que esas plegarias fuesen atendidas. La damisela de la nave se encontraría menos sola, zarandeando tal vez por una tormenta más deliciosa. El Papa había escapado de su cautiverio romano en diciembre. Tras mucha actividad diplomática, Inglaterra y Francia estaban ahora, otra vez, oficialmente "en guerra" con el imperio. Si bien la denominada guerra fue de breve duración, nada de eso presagiaba nada bueno para Catalina, que sólo podía confiar, como expresó el embajador español a Carlos V, en "Vuestra Majestad Imperial" (aparte de en Dios).



En febrero, dos eficaces enviados, Stephen Gardiner, secretario de Wolsey, y Edward Fox, partieron hacia Roma, esperando traer al regreso el despacho que permitiera que la causa del rey se dirimiera en Inglaterra. Llevaban consigo una carta del cardenal Wolsey que se refería en términos extravagantes a Ana Bolena: ensalzaba "las virtudes aprobadas excelentes de dicha dama de honor, la pureza de su vida, su constante virginidad, su pudor de doncella y mujer, su castidad, su docilidad, su humildad, su sabiduría", así como su "ascendencia noble y de alta y pura sangre real", su excelente educación y "modales laudables" y, por último pero no por ello menos importante, su "aparente aptitud para la procreación". En suma, no era ninguna niña. 



La religión de Ana Bolena



Para Ana, 1528 fue el año en que salió de las sombras de la casa de la reina, objeto secreto de la pasión del rey, y demostró ser más que una figura agraciada con un par de ojos negros y habilidad para hablar el francés. Como la reina Catalina, Ana tenía insospechadas cualidades; insospechadas al menos para el mundo dominado por hombres en el que había vivido. Entre otras cosas, sentía verdadero interés por la religión reformista que rápidamente se estaba poniendo de moda en el continente, encabezada por Lutero como reacción a los fracasos y la flagrante corrupción del clero. 


Martin Lutero
No era un gusto que ella compartiera con el rey Enrique; la diferencia de diez años en la edad de ambos era, en términos de religión, la diferencia de una generación. Aunque, frustrado por la Iglesia, el rey podía llegar a interesarse por la política de la reforma eclesiástica, era lo que ahora podría denominarse un "católico" por naturaleza, y siguió siéndolo, en términos religiosos, el resto de su vida, en comparación con Ana, a la que del mismo modo se la puede describir como naturalmente "protestante". Ana Bolena sería descrita por Chapuys en marzo de 1531 como más luterana "que el propio Lutero". 


Hay varias historias según las cuales Ana Bolena le mostraba al rey obras anticlericales o posiblemente heréticas. Aún más significativa es la historia según la cual Ana puso en manos del rey un ejemplar de The Obedience of a Christian Man, de William Tyndale, con ciertos pasajes delicadamente marcados con su uña para llamar la atención de él. 




La llegada de Campeggio y la obstinación de la reina



El cardenal Campeggio llegó a Londres el 7 de octubre. Fue grande el júbilo de Enrique y Ana. El embajador español se enteró de que se estaban haciendo preparativos para la boda: "Tanto el rey como su dama, me aseguran, consideran cierto su futuro matrimonio, como si el de la reina ya se hubiese disuelto". Al mismo tiempo, había un estado de ánimo público tempestuoso respecto a esos sueños reales de una bendición futura: "El pueblo aquí está muy a favor de la reina", le dijo Mendoza a Carlos V. 
A pesar de su gota —la enfermedad volvió a aquejarlo en Londres, demorando el inicio de su trabajo—, Campeggio fue en muchos sentidos el candidato ideal para el puesto de conciliador en esa situación turbulenta. Y había un punto delicado: la posibilidad de que el divorcio, al cual aún se oponía Clemente VII ya que le planteaba una carga intolerable en términos políticos, fuese innecesario. ¿Por qué la reina Catalina no se retiraba a un convento por su propia voluntad, dejando que la situación matrimonial del rey se solucionara luego? Con el retiro efectivo de la oposición de la reina, el tema del divorcio adquiriría una nueva connotación. 


En la primera reunión de Campeggio con Enrique, el rey había rechazado, como cabía prever, la propuesta papal de Clemente VII de una nueva dispensa para su matrimonio con Catalina. Pero una retirada voluntaria de la reina pía era otra cosa totalmente distinta. 



Con el permiso del rey, el cardenal Campeggio efectuó tres visitas a la reina. El idioma que ambos tenían en común era el francés. Tal vez la más importante de esas visitas, desde el punto de vista de Catalina, fue aquella en que la reina se confesó con el cardenal. Bajo juramento sacramental, aseguró haber sido virgen en el momento de su matrimonio con Enrique. Es imposible concebir que una persona tan estricta y sinceramente pía como Catalina mintiera en ese punto y de esa manera, ni nadie que la conociera —incluido Enrique— lo sostuvo nunca seriamente. 



Pero desde el punto de vista del rey Enrique, el aspecto más importante de las visitas del cardenal Campeggio fue el rechazo absoluto por parte de Catalina de la propuesta de que ingresara en el convento. También Catalina, como el rey Enrique, apeló a su conciencia. Le dijo al legado papal que tenía la conciencia y el honor de su esposo en más alta estima que nada en el mundo, antes de agregar que no tenía ningún escrúpulo en cuanto a su matrimonio, "sino que se consideraba la verdadera y legítima esposa del rey, su esposo". En otras palabras, la propuesta del Papa era "inadmisible". 

Es fácil sugerir que Catalina de Aragón demostró en realidad obstinación al no aceptar la solución a lo que Campeggio denominaba su "tercero y último período de la vida natural". En términos materiales, sin duda la vida de ella hubiese sido infinitamente más cómoda. En cuanto a su rango, nadie se hubiese mostrado más agradecido que Enrique: la reina hubiese podido gozar de un honrado retiro como la figura materna reverenciada de la familia real inglesa. 


Catalina de Aragón v.s Ana Bolena



Hay dudas incluso acerca del momento en que cesaron realmente las relaciones conyugales entre el rey y la reina. Sin duda, el rey siguió cenando cuando le apetecía en la cámara de la reina, como antes. El cardenal Campeggio también se enteró a fines de 1528 que la reina "no había tenido el uso de la persona real de él por más de dos años". La declaración de Harpsfield, de que el rey "desde el comienzo del juicio de divorcio nunca usó el cuerpo de ella" coincide aproximadamente con esto. Luego estaba la cuestión de la salud de la reina: en enero de 1529 Wolsey afirmó que el rey había resuelto abstenerse de acostarse con la reina a causa de ciertas enfermedades que tenía ella, "consideradas incurables". Todo eso parece indicar el cese de la intimidad física entre ellos hacia 1526, como consecuencia de una combinación de factores, incluidos el desinterés del rey y la salud de la reina.


Catalina jugando a las cartas con Ana

Pero eso no significaba que cesaran todas las relaciones. Se mantenía la terrible intimidad formal de la vida de la corte: Catalina y nadie más era la reina de Inglaterra. Ana Bolena tenía ahora sus propias habitaciones y sus propias damas. Pero ella también formaba parte del ritual y tenía un lugar en él. Hay una anécdota según la cual la reina Catalina jugaba a las cartas con Ana Bolena y otras damas. En un momento de la partida, la reina indicó una carta y comentó mordaz: "Vos no pararéis hasta que tengáis a vuestro rey, señora Ana". La historia puede ser cierta o no. Si es cierta, entonces se trata de una de las pocas ocasiones en que la controlada reina Catalina se permitía un comentario irónico sobre los acontecimientos que rápidamente la estaban atrapando. Pero su verdadera importancia es la idea que nos da de la red doméstica en que los tres, la reina, el rey y "su dama", estaban envueltos. Era una corte en la que Enrique, según Campeggio, besaba abiertamente a Ana "y la trataba en público como si fuese su esposa"; sin embargo oficialmente seguía casado con la reina Catalina, que en teoría presidía esa corte. 

Enrique encomendó al cardenal Wolsey la tarea de negociar con el Papa la anulación de su matrimonio con Catalina. Pero ni siquiera Wolsey, un noble inteligente y ambicioso de orígenes plebeyos,  pudo obtener la anulación para el primer matrimonio de su rey.





Bibliografia
Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.

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