16 nov 2016

Calendario y duración de la vida en la Edad Media

Calendarios y relojes
Aunque hacía mucho tiempo que los relojes no eran novedad, para la mayoría de la gente el tiempo se medía por la duración de las labores, según el día solar y la estación del año. "Al amanecer", "alrededor del mediodía", "hacía la puesta de sol": tales eran aún más las referencias temporales más comunes. Los meses se computaban en términos de las actividades rurales que les eran propias, dentro de un calendario de supervivencia. Sentimentalmente, el año comenzaba con las primeras flores, la prolongación de los días y los primeros resultados de la ventura que corriera el grano sembrado en invierno. Solamente aquellos que tenían que ver con documentos legales o diplomáticos pensaban en el comienzo del año como una fecha oficial y no relacionada con la estación; y aun entre éstos no existía acuerdo unánime acerca de la fecha en que el año empezaba, variando ésta según los países, del 25 de diciembre al primero de enero, el uno de marzo, el 25 de marzo y el uno de septiembre.


Los días de Año Nuevo más corrientemente usados coincidían con festividades eclesiásticas: la Anunciación, la Navidad y, en algunas partes de Francia, el comienzo de la Pascua. El calendario eclesiástico ocupaba el segundo lugar, tras el cómputo natural, en la división de las ceremonias del día y en los intervalos entre las mayores festividades a lo largo del año. Las rentas se pagaban no el 29 de septiembre, sino el día de San Miguel; la Sorbona daba comienzo no el 12 de noviembre, sino "el día posterior a la festividad de San Martín". A pesar de que en las crónicas comenzaban a utilizarse las fechas, los dos modos de computar continuaron coexistiendo. Más significativa aún que la división del día en horas lo era la división en comidas. La estación, el servicio eclesiástico y el estómago marcaban la pauta del horario del año rural. Debido a los peligros nocturnos y a la carestía del alumbrado, se procuraba limitar en la medida de lo posible los horarios al día solar.
Sin embargo, esta concepción del tiempo no resultaba satisfactoria en las ciudades comerciales, donde la hora podía ser una unidad de producción y la diferencia de un día podía significar también distintas tasas de cambio.


Desde que fueran introducidos en el siglo XIV, los relojes daban las horas en todas las ciudades de Europa; sin embargo, el modo de contarlas era distinto. En Italia, los relojes comenzaban en el ocaso y contaban de una a veinticuatro horas; en Alemania, de una a veinticuatro, pero comenzando con la aurora; en Inglaterra y Flandes, de una a doce horas desde el mediodía y la medianoche, respectivamente. Cada ciudad medía su tiempo a partir del momento en que el sol desaparecía tras su horizonte particular o emergía de él. Muchos relojes daban la hora, pero pocos tenían minutero. Además, todos eran inexactos. Muchos pueblos de Francia y de los Países Bajos tenían relojes públicos.  

Duración de la vida
Del mismo modo que había un ritmo natural del día y otro artificial, pautado por el reloj de la ciudad, y así como había un año oficial y otro según las estaciones, también existía la consideración de una duración natural y otra artificial de la vida de un hombre. Salvo en algunas ciudades italianas, raramente se registraban los nacimientos con cierta regularidad y mucha personas desconocían su propia edad. En sus tareas organizadoras, sin embargo, el gobierno tenía que dar por supuesta una precisión que no existía. Si había que organizar un ejército, se establecían cuidadosamente las edades para el alistamiento. Se suponía que la edad máxima de un hombre para ser útil en el servicio militar era la de sesenta años; la edad mínima variaba, según la urgencia de la situación, entre veinte y quince años. En materia tributaria, la mínima impositiva se establecía comúnmente a la temprana edad de quince años. 


En Florencia, una persona alcanzaba la mayoría de edad política a los catorce años: a esa edad ya se le podía exigir que asistiese a las reuniones del parlamento. Los manuales de los confesores consideraban los catorce años como la edad en que se presuponía conocimiento de la naturaleza del pecado mortal. Doce años fue la edad mínima que se señaló para permitir el bautismo forzoso de los niños judíos.

Incluso en las altas esferas de la sociedad era común la incertidumbre acerca de la edad, especialmente fuera de Italia. Uno de los dificultosos pleitos de la época fue aquel por el que Luis XII de Francia, sucesor de Carlos VIII, intentaba obtener la anulación de su matrimonio a fin de desposar a la viuda de Carlos, Ana de Bretaña. 

En los sepulcros un creciente número de retratos incluían la edad del difunto, ahora que los artistas estaban capacitados para reproducir una imagen similar a una persona tal cual era en un tiempo determinado. Pero tal preocupación se restringía a algunas personas pertenecientes a los sectores mejor educados de la comunidad, hombres a quienes enorgullecía poner en relación su edad con sus logros en los negocios, en la erudición y en los asuntos públicos; la mayoría no sentía la necesidad de una perspectiva tan precisa. Por otro lado, había un vivo interés general por la edad en un sentido subjetivo generalizado. El tiempo fisiológico era más tenue que la huella del natural o del culto del día. Se trataba de la sucesión de estados de ánimo, codificados por los antiguos en el sistema de caracteres y aceptados por la medicina contemporánea: el sanguíneo dominaba desde la medianoche al amanecer, el colérico desde el amanecer hasta el mediodía, el melancólico desde el mediodía al anochecer y el flemático desde el anochecer a la medianoche. 

La esperanza media de vida era de treinta a treinta y cinco años, y entre aquellos que llegaban a edades superiores, todos, con excepción de los ricos, comenzaban en esas edades a mostrar los atributos de la vejez. Se puede calcular que en el primer año moría el 50 por 100 de los niños, y no solamente los vástagos de los pobres. Erasmo, que llegó a alcanzar unos setenta años, relata sombríamente que a los treinta y cinco la seca vejez agota las fuerzas del cuerpo. El pueblo utópico descrito en el Relox de Príncipes (alrededor de 1518), de Antonio de Guevara, mataba a sus mujeres a los cuarenta años y a los hombres a los cincuenta, para liberarlos de la debilidad en que se cae con la edad.



Bibliografía 
J.R Hale. (1971). La Europa del Renacimiento. Madrid, España: Siglo veintiuno.

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